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lunes, 28 de junio de 2010

Los poemas de Shakir Wa'el



DESPUÉS de haber estado transcribiendo, casi de manera ininterumpida, buena parte de mis escritos, para publicarlos en este blog. Éste mes de junio decidí tomarme un descanso y mostrar en sus páginas algunos textos que no son de mi mano (... y que me gustan mucho, por supuesto). Inicié con Manuel Gutiérrez Nájera y hoy concluyo con un poeta prácticamente desconocido: Shakir Wa'el..., poeta persa que residió en la corte de Granada; y dejó ahí la totalidad de lo que se conoce de su obra, más de cinco mil versos... Ésta es una muy reducida selección de los mismos.


SHAKIR WA' EL
(Persia,
1232-1260?)


De
Visita a Granada y otros poemas


II
Cambié un jardín propio
por un mar de altura,
una jaula cerrada
por un cielo abierto,
mis dos ojos
por una estrella lejana,
y por tu amor
¿qué puedo darte yo por tu amor?
no tengo nada que valga tanto.


III

La soledad
es oír como se apagan las estrellas
sobre el firmamento en desorden de tu pelo.

Y la tristeza
un ventarrón vacío
que al amanecer se vuelve caricia.


VIII

Te esperé, te esperé
y sólo llegó hasta mí
el brazo desnudo del amanecer.


X

¿Cómo será el mar sin ti?
¿Se convertirán en arena mis recuerdos?
Me estremezco bajo la lluvia fina del olvido
pero mi embriaguez de ti no la he perdido.


XV

La tierra es habitable
hasta donde alcanza tu mirada
como el mar silencioso de tus ojos.

Más allá de las tinieblas,
los pueblos sin nombre,
las ciudades que solo brillan
en la imaginación de las piedras.

Y cuando tú te muevas
toda la bóveda celeste
girará conmigo.


XVIII

Bajo mis pies la hojarasca
crepita
en el silencio de las veredas.
La escarcha de mi alma
resguarda
el amor helado en mis venas.


XIX

Oigo tus cabellos
cuando caen como lluvia
y me pregunto si tú lo sabes.


XXII

Un amor que se va
es como desandar un camino:
se reconoce el paisaje
pero se siente uno perdido.


 XXIV

En los desiertos azules
resplandecen las estrellas
del mar que los cubrió.

De mi amor que era
como un río que se ensancha
ahora sólo queda
un hilo de agua entre las rocas.


lunes, 21 de junio de 2010

Cuentos breves

SIGO de vacaciones; y para el día de hoy, he programado la publicación de un cuento de Saki: este escocés —nacido en Birmania y muerto en la primera guerra mundial— cuyos cuentos son siempre antologables. Comparado, por algunos, con Oscar Wilde; lo cierto es que es un autor con una personalidad bien definida. Y, sin titubeos, puede decirse que es uno de los mejores representantes del humor negro elegante, sutil , irónico y muy divertido. Es, además, uno de aquellos autores que ejemplifican plenamente la paradoja que dice: «Los más grandes escritores ingleses no son ingleses». Pego el siguiente enlace a la Wikipedia para aquellos que gusten de consultar su biografía: http://es.wikipedia.org/wiki/Hector_Hugh_Munro . Este es uno de sus textos más memorables.



El cuentista

Saki


ERA una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía comenzaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

—No, Ciryl, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.

El niño se desplazó hacia la ventanilla con desgana.

—¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó.

—Supongo que las llevan a otro campo donde hay más hierba —respondió la tía débilmente.

—Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño; —no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

—Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.

—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta.

—¡Oh, mira esa vacas! —exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea del tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril.

El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

La niña más pequeña creo una forma de distracción al empezar a recitar «De camino a Mandalay». Solo se sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.

—Acerquense aquí y escuchen mi historia —dijo la tía cuando el soltero la hubo mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.

Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.

Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.

—¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —preguntó la mayor de las niñas.

Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.

—Bueno, sí —admitió la tía sin convicción—. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.

—Es la historia más tonta que he oído nunca —dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

—Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta —dijo Cyril.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.

—No parece que tenga éxito como contadora de historias —dijo de repente el soltero desde su esquina.

La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

—Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar —dijo fríamente.

—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.

—Quizá le gustaría a usted explicarles una historia —contestó la tía.

—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.

—Érase una vez -comenzó el soltero— una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.

—Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.

—¿Era bonita? —preguntó la mayor de las niñas.

—No tanto como cualquiera de ustedes —respondió el soltero—, pero era terriblemente buena.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

—Era tan buena —continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.

—Terriblemente buena —citó Cyril.

—Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.

—¿Había alguna oveja en el parque? —preguntó Cyril.

—No —dijo el soltero—, no había ovejas.

—¿Por qué no había ovejas? —llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.

La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.

—En el parque no había ovejas —dijo el soltero— porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

La tía contuvo un grito de admiración.

—¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó Cyril.

—Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad —dijo el soltero despreocupadamente—. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.

—¿De qué color eran?

—Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.

El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

—Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.

—¿Por qué no había flores?

—Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó el soltero rápidamente—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.

Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo
contrario.

—En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.

—¿De qué color era? —preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

—Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.

—¿Mató a alguno de los cerditos?

—No, todos escaparon.

—La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas—, pero ha tenido un final bonito.

—Es la historia más bonita que he escuchado nunca —dijo la mayor de las niñas, muy decidida.

—Es la única historia bonita que he oído nunca —dijo Cyril.

La tía expresó su desacuerdo.

—¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.

—De todos modos —dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren—, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.

«¡Infeliz! —se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe—. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»


Saki en su juventud

lunes, 14 de junio de 2010

Cuentos breves

NOTA: Este mes de junio me temo que voy a estar dedicándome a publicar textos ajenos: me he visto mucho muy ocupado como para subir publicaciones personales. Tengo varios textos propios en calidad de inacabados. Para esta fecha yo tenía contemplado sacar a la luz uno de mis cuentos: no ha sido posible. El que aparece hoy es estupendo.



Historia de un niño malo

Mark Twain

 
HABÍA una vez un niñito malo llamado Jim. Aunque, si se fijan, descubrirán que los niñitos malos casi siempre se llaman James en los libros de las escuelas dominicales, pero aún así lo cierto es que éste se llamaba Jim.

Tampoco tenía ninguna madre enferma: una madre enferma, piadosa y con tisis, que se alegraría de descansar en la tumba de no ser por el inmenso amor que sentía por su muchacho y por la ansiedad de que el mundo pudiera ser duro y cruel con él cuando ella se hubiera ido. En los libros de escuela dominical la mayoría de los chicos malos se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir: «ahora voy a acostarme», etc. y los arrullan con voces dulces y quejosas y después les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan junto a la cama y sollozan. Pero con éste chico era distinto. Se llamaba Jim y a la madre no le pasaba nada: no tenía tisis, ni nada por el estilo. Era más bien robusta y no era piadosa; además, lo que le pasara a Jim no la ponía muy ansiosa que digamos. Afirmaba que si el chico se desnucaba no se perdía demasiado. Siempre le daba un a paliza antes de que se durmiera y nunca le daba el beso de las buenas noches; por el contrario, siempre le pellizcaba las orejas cuando estaba por irse a su propio cuarto.

Una vez el niñito malo se robó la llave de la despensa y se escurrió adentro y se sirvió un poco de mermelada y llenó el frasco con alquitrán, para que la madre nunca advirtiera la diferencia; pero de pronto no fue invadido por una sensación terrible, ni tampoco algo pareció susurrarle: «¿Es correcto desobedecer a mi madre? ¿No es un pecado hacer eso? ¿A dónde van los niñitos malos que le comen la mermelada a su buena y amante madre?» y después no se arrodilló en la soledad de su cuarto ni se puso de pie con el corazón liviano y felíz y fue a contarle todo a la madre y rogarle que lo perdonara, y fue bendecido por ella con lágrimas de orgullo y agradecimiento en los ojos. No; así es como se comportan todos los demás chicos malos en los libros; pero con éste Jim pasó algo distinto, curiosamente. Se comió la mermelada y dijo que estaba de rechupete, en su estilo pecaminoso y vulgar; y puso el alquitrán y se dijo que esto también estaba de rechupete y se rió y observó que «la vieja se iba a levantar y rabiar» cuando lo descubriera; y cuando la madre lo descubrió, negó saber nada del asunto y ella le dió una vigorosa paliza y él se encargó de llorar. En este muchachito todo era curioso: todo resultaba distinto de lo que ocurre con los James malos de los libros.

En una ocasión Jim trepó a robar manzanas en los manzanos del granjero Acorn y la rama no se quebró y no se cayó y se quebró el brazo, ni fue mordido por el enorme perro del granjero, ni después se quedó tendido en el lecho de enfermo durante semanas, ni se arrrepintió y se vovió bueno. Oh no; robó todas las manzanas que quiso y se bajó sin problemas; y también estaba preparado para el perro y lo dejó turulato de un ladrillazo cuando se acercó a morderlo. Era muy extraño: nada semejante ocurría nunca en aquellos libritos de lomo nacarado y con imágenes de hombres con faldones y sombreros acampanados y pantalones hasta la rodilla y mujeres con vestidos ajustados bajo los brazos y sin miriñaques. No había nada semejante en los libros de la escuela dominical.

En una ocasión robó el cortaplumas del maestro y cuando temió que lo descubrieran y lo castigaran, lo deslizó dentro de la gorra de George Wilson: el pobre hijo de la viuda Wilson, el chico moral, el niñito bueno de la aldea, que siempre obedecía a la madre y a quien le gustaba estudiar y gozaba yendo a la escuela dominical. Y cuando el cortaplumas cayó y el pobre George agachó la cabeza y se ruborizó, como si tuviera conciencia de la culpa y el maestro agraviado lo acusó de robo y estaba a punto de dejar caer el puntero sobre los hombros temblororsos del niño, no apareció de pronto un juez de paz canoso, improbable, que adoptando la pose adecuada, dijera: «Perdonad a este noble niño: ¡allí está el cobarde culpable! ¡Estaba pasando por la escuela en el recreo y, sin que me vieran, vi en cambio cómo se cometía el crímen!» Y después Jim no fue vapuleado y el venerable juez no le leyó una homilía al niño cubierto de lágrimas, ni tomó a George de la mano y dijo que semejante niño merecía ser enaltecido, ni le dijo después que se fuera a su casa con él y barriera la oficina y encendiera el fuego y se encargara de todos los mandados y cortara leña y estudiara leyes y ayudara a su esposa a hacer las labores cotidianas y tuviera todo el resto del tiempo para jugar y cobrara cuarenta centavos al mes y fuera felíz. No; eso habría ocurrido en los libros, pero no ocurrió así con Jim.

Ningún viejo juez entrometido se presentó a enredar las cosas, de modo que le dieron una buena tunda a George, el niño modelo, y Jim se alegró porque, como sabrán, Jim odiaba a los chicos morales. Jim decía que había que «acabar con esos papanatas». Tal era el lenguaje crudo de aquel muchacho malo, desatendido.

Pero la cosa más extraña que le ocurriera nunca a Jim fue que cuando salió a remar el domingo no se ahogó y en otra ocasión en que lo sorprendió una tormenta cuando estaba pescando otro domingo, no lo partió un rayo. Caramba, podrías haber mirado y mirado todos los libros de escuela dominical de aquí a la Navidad que viene y nunca te cruzarías con algo así. Oh, no; descubrirías que todos los chicos malos que salen a remar en domingo invariablemente se ahogan; y todos los chicos malos que son sorprendidos por tormentas cuando están pescando en domingo infaliblemente son partidos por un rayo. Los botes que llevan niños malos siempre se dan vuelta en domingo y siempre hay tormenta cuando los niños malos salen a pescar ese día. Cómo logró Jim escapar a esto es un misterio para mí.

Este Jim debía estar protegido por un encantamiento: eso tiene que haber sido. Nada podía herirlo. Incluso le dió al elefante de la exposición de fieras un paquete de tabaco y el elefante no le arrancó la cabeza con la trompa. Buscó en el armario esencia de menta y no cometió un error y tomó aguarrás. Robó el arma del padre y fue a cazar en día santo y no hubo un disparo accidental que le arrancara tres o cuatro dedos. Golpeó a la hermanita en la sien con el puño cuando estaba furioso y ella no quedó postrada en la cama, dolorida a través de los largos días de verano, ni murió con dulces palabras de perdón en los labios, que redoblaron la angustia del corazón quebrado de Jim. No; ella lo soportó bien. Jim se fue y llegó al mar al fin y no regresó y se encontró triste y solo en el mundo, con los seres queridos durmiendo en el sereno cementerio junto a la iglesia y el hogar envuelto en enredaderas de la infancia, desmoronado y abandonado. Ah, no; llegó a casa borracho como una cuba y lo primero que hicieron fue llevarlo a la comisaría.

Y creció y se casó y mantuvo una familia  numerosa y una noche les partió la cabeza a todos con un hacha y enriqueció con todo tipo de estafas y trucos;  y ahora es el rufián más infernal, malvado y tramposo de su aldea natal y se lo respeta universalmente y tiene un cargo legislativo.

Así que, como ven, nunca hubo un James malo en los libros de la escuela dominical que tuviera una racha de suerte como la de este pecaminoso Jim con su vida protegida por un encantamiento.    


Mark Twain
   

lunes, 7 de junio de 2010

Poesía modernista


Para entonces


Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo;
donde parezca sueño la agonía,
y el alma, un ave que remonta el vuelo.

No escuchar en los últimos instantes,
ya con el cielo y con el mar a solas,
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tumbo de las olas.

Morir cuando la luz, triste, retira
sus áureas redes de la onda verde,
y ser como ese sol que lento expira:
algo muy luminoso que se pierde.

Morir, y joven: antes que destruya
el tiempo aleve la gentil corona;
cuando la vida nos dice aún: «Soy tuya»,
aunque sepamos bien que nos traiciona.


MANUEL GUTIÉRREZ NÁJERA




MANUEL Gutiérrez Nájera, el duque Job, nació y vivió en la ciudad de México. Es, sin lugar a dudas, una de las figuras más representativas del modernismo hispanoamericano. Poeta exquisito, cultivó también la prosa y la crónica periodística. Actividad, esta última, que nunca hubo de satisfacerle del todo: ya que consideraba que escribir para los periódicos era, en sus propias palabras, arrojar su espíritu a la basura. Dandi y hombre bueno, tomó para sí el seudónimo de El duque Job, prototipo de un aristócrata a quien le suceden toda clase de desgracias (en clara alusión al Job bíblico). Tal como lo expresara en «Para entonces», uno de sus poemas más célebres, Manuel Gutiérrez Nájera  falleció cuando aún no alcanzaba los treinta y seis años de edad... De él es esta otra pequeña perla:


 

En un cromo


Niña de la blanca enagua
que miras correr el agua
y deshojas una flor,
más rápido que esas ondas
niña de las trenzas blondas,
 pasa cantando el amor.

Ya me dirás, si eres franca,
niña de la enagua blanca
que la dicha es el amor;
mas yo haré que te convenzas,
niña de las rubias trenzas,
de que olvidar es mejor.

 

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