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lunes, 14 de junio de 2010

Cuentos breves

NOTA: Este mes de junio me temo que voy a estar dedicándome a publicar textos ajenos: me he visto mucho muy ocupado como para subir publicaciones personales. Tengo varios textos propios en calidad de inacabados. Para esta fecha yo tenía contemplado sacar a la luz uno de mis cuentos: no ha sido posible. El que aparece hoy es estupendo.



Historia de un niño malo

Mark Twain

 
HABÍA una vez un niñito malo llamado Jim. Aunque, si se fijan, descubrirán que los niñitos malos casi siempre se llaman James en los libros de las escuelas dominicales, pero aún así lo cierto es que éste se llamaba Jim.

Tampoco tenía ninguna madre enferma: una madre enferma, piadosa y con tisis, que se alegraría de descansar en la tumba de no ser por el inmenso amor que sentía por su muchacho y por la ansiedad de que el mundo pudiera ser duro y cruel con él cuando ella se hubiera ido. En los libros de escuela dominical la mayoría de los chicos malos se llaman James y tienen madres enfermas que les enseñan a decir: «ahora voy a acostarme», etc. y los arrullan con voces dulces y quejosas y después les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan junto a la cama y sollozan. Pero con éste chico era distinto. Se llamaba Jim y a la madre no le pasaba nada: no tenía tisis, ni nada por el estilo. Era más bien robusta y no era piadosa; además, lo que le pasara a Jim no la ponía muy ansiosa que digamos. Afirmaba que si el chico se desnucaba no se perdía demasiado. Siempre le daba un a paliza antes de que se durmiera y nunca le daba el beso de las buenas noches; por el contrario, siempre le pellizcaba las orejas cuando estaba por irse a su propio cuarto.

Una vez el niñito malo se robó la llave de la despensa y se escurrió adentro y se sirvió un poco de mermelada y llenó el frasco con alquitrán, para que la madre nunca advirtiera la diferencia; pero de pronto no fue invadido por una sensación terrible, ni tampoco algo pareció susurrarle: «¿Es correcto desobedecer a mi madre? ¿No es un pecado hacer eso? ¿A dónde van los niñitos malos que le comen la mermelada a su buena y amante madre?» y después no se arrodilló en la soledad de su cuarto ni se puso de pie con el corazón liviano y felíz y fue a contarle todo a la madre y rogarle que lo perdonara, y fue bendecido por ella con lágrimas de orgullo y agradecimiento en los ojos. No; así es como se comportan todos los demás chicos malos en los libros; pero con éste Jim pasó algo distinto, curiosamente. Se comió la mermelada y dijo que estaba de rechupete, en su estilo pecaminoso y vulgar; y puso el alquitrán y se dijo que esto también estaba de rechupete y se rió y observó que «la vieja se iba a levantar y rabiar» cuando lo descubriera; y cuando la madre lo descubrió, negó saber nada del asunto y ella le dió una vigorosa paliza y él se encargó de llorar. En este muchachito todo era curioso: todo resultaba distinto de lo que ocurre con los James malos de los libros.

En una ocasión Jim trepó a robar manzanas en los manzanos del granjero Acorn y la rama no se quebró y no se cayó y se quebró el brazo, ni fue mordido por el enorme perro del granjero, ni después se quedó tendido en el lecho de enfermo durante semanas, ni se arrrepintió y se vovió bueno. Oh no; robó todas las manzanas que quiso y se bajó sin problemas; y también estaba preparado para el perro y lo dejó turulato de un ladrillazo cuando se acercó a morderlo. Era muy extraño: nada semejante ocurría nunca en aquellos libritos de lomo nacarado y con imágenes de hombres con faldones y sombreros acampanados y pantalones hasta la rodilla y mujeres con vestidos ajustados bajo los brazos y sin miriñaques. No había nada semejante en los libros de la escuela dominical.

En una ocasión robó el cortaplumas del maestro y cuando temió que lo descubrieran y lo castigaran, lo deslizó dentro de la gorra de George Wilson: el pobre hijo de la viuda Wilson, el chico moral, el niñito bueno de la aldea, que siempre obedecía a la madre y a quien le gustaba estudiar y gozaba yendo a la escuela dominical. Y cuando el cortaplumas cayó y el pobre George agachó la cabeza y se ruborizó, como si tuviera conciencia de la culpa y el maestro agraviado lo acusó de robo y estaba a punto de dejar caer el puntero sobre los hombros temblororsos del niño, no apareció de pronto un juez de paz canoso, improbable, que adoptando la pose adecuada, dijera: «Perdonad a este noble niño: ¡allí está el cobarde culpable! ¡Estaba pasando por la escuela en el recreo y, sin que me vieran, vi en cambio cómo se cometía el crímen!» Y después Jim no fue vapuleado y el venerable juez no le leyó una homilía al niño cubierto de lágrimas, ni tomó a George de la mano y dijo que semejante niño merecía ser enaltecido, ni le dijo después que se fuera a su casa con él y barriera la oficina y encendiera el fuego y se encargara de todos los mandados y cortara leña y estudiara leyes y ayudara a su esposa a hacer las labores cotidianas y tuviera todo el resto del tiempo para jugar y cobrara cuarenta centavos al mes y fuera felíz. No; eso habría ocurrido en los libros, pero no ocurrió así con Jim.

Ningún viejo juez entrometido se presentó a enredar las cosas, de modo que le dieron una buena tunda a George, el niño modelo, y Jim se alegró porque, como sabrán, Jim odiaba a los chicos morales. Jim decía que había que «acabar con esos papanatas». Tal era el lenguaje crudo de aquel muchacho malo, desatendido.

Pero la cosa más extraña que le ocurriera nunca a Jim fue que cuando salió a remar el domingo no se ahogó y en otra ocasión en que lo sorprendió una tormenta cuando estaba pescando otro domingo, no lo partió un rayo. Caramba, podrías haber mirado y mirado todos los libros de escuela dominical de aquí a la Navidad que viene y nunca te cruzarías con algo así. Oh, no; descubrirías que todos los chicos malos que salen a remar en domingo invariablemente se ahogan; y todos los chicos malos que son sorprendidos por tormentas cuando están pescando en domingo infaliblemente son partidos por un rayo. Los botes que llevan niños malos siempre se dan vuelta en domingo y siempre hay tormenta cuando los niños malos salen a pescar ese día. Cómo logró Jim escapar a esto es un misterio para mí.

Este Jim debía estar protegido por un encantamiento: eso tiene que haber sido. Nada podía herirlo. Incluso le dió al elefante de la exposición de fieras un paquete de tabaco y el elefante no le arrancó la cabeza con la trompa. Buscó en el armario esencia de menta y no cometió un error y tomó aguarrás. Robó el arma del padre y fue a cazar en día santo y no hubo un disparo accidental que le arrancara tres o cuatro dedos. Golpeó a la hermanita en la sien con el puño cuando estaba furioso y ella no quedó postrada en la cama, dolorida a través de los largos días de verano, ni murió con dulces palabras de perdón en los labios, que redoblaron la angustia del corazón quebrado de Jim. No; ella lo soportó bien. Jim se fue y llegó al mar al fin y no regresó y se encontró triste y solo en el mundo, con los seres queridos durmiendo en el sereno cementerio junto a la iglesia y el hogar envuelto en enredaderas de la infancia, desmoronado y abandonado. Ah, no; llegó a casa borracho como una cuba y lo primero que hicieron fue llevarlo a la comisaría.

Y creció y se casó y mantuvo una familia  numerosa y una noche les partió la cabeza a todos con un hacha y enriqueció con todo tipo de estafas y trucos;  y ahora es el rufián más infernal, malvado y tramposo de su aldea natal y se lo respeta universalmente y tiene un cargo legislativo.

Así que, como ven, nunca hubo un James malo en los libros de la escuela dominical que tuviera una racha de suerte como la de este pecaminoso Jim con su vida protegida por un encantamiento.    


Mark Twain
   

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