Mis escritos, mis dibujos, mis fotografías; autores y textos que me gustan; algo de música y videos... aquí en mi página. (Si deseas acceder a la mayor biblioteca virtual existente en español, pincha en el enlace que aparece más abajo.)

martes, 7 de septiembre de 2010

Recordando a Lolita

MI buen amigo Román ha tenido la amabilidad de enviarme este texto que reproduzco, del escritor latinoamericano Otto Wolf. Desafortunadamente, son bien pocos los datos de los que dispongo de este autor, salvo que, además de ser cuentista y ensayista, es un agudo crítico de arte. El texto en cuestión, constituye un homenaje a Lolita, la célebre obra de Nabokov. En este sentido, no puedo evitar recordar una obrita análoga, debida a la pluma del no menos célebre y siempre polémico Salvador Dalí, quien alguna vez escribiera un cuento corto titulado «Dulita»..., que quede la publicación de esta última para más tarde.


     
Karen

Otto Wolf  

A NABOKOV


ESTA es la historia de Karen...

Karen es una niña: ahora debe tener once o doce años... Tenía nueve cuando nos conocimos, fue entonces cuando me enamoré de ella… ¿Qué cuántos años tengo?... Voy a cumplir veintisiete...

Aún conservo una carta que me escribió. Guardada entre las páginas de un libro, esa carta —y una cinta blanca que guardo en un cajón de mi escritorio— son los únicos recuerdos que me quedan de la niña. Ella, quizá, ya no se acordará de mí. Pero yo, a menudo, pienso en ella…

Ahora, es de noche mientras escribo; a través de mi ventana, veo la lluvia caer. Era dulce estar a su lado:... yo solía narrarle cuentos…


—«Había una vez un príncipe pobre —comenzaba—, ello no obstante, era lo suficientemente guapo y simpático (se parecía a mí) —agregaba— como para que pudiera casarse (Karen reía)… Y casarse era lo que más deseaba. Había, desde luego, cientos de princesas que encantadas de la vida se hubieran casado con él. El príncipe, sin embargo, se había fijado en la hija del emperador, ¿crees tú que la hija del emperador así lo hizo?, ¿sí?, ¿no?

»Pues vamos a verlo…»


Ese era uno de nuestros cuentos favoritos… Recuerdo que una vez me tocó acompañarla a casa de una vecina a llevar un recado de parte de su mamá. Karen entró en la casa, cuya reja estaba abierta, mientras yo la esperaba afuera. Alcancé a escuchar que la vecina la interrogaba. «¿Qué te dijo?», le pregunté al salir. «Me dijo que con quién venía», contestó. «Seguramente le respondiste que con un apuesto príncipe», repliqué. «Tú no eres un apuesto príncipe», me dijo. «¿Y quién lo duda?», dije yo. «Tú no eres un príncipe…, eres un tonto.»


* * *

Éramos muy amigos: quería a toda costa estar conmigo. Hube de disgustarla cuando le dije que no podríamos estar tanto tiempo juntos como ella hubiese querido. Era una niña buena y cariñosa. Y tan bonita, como solo una niña puede serlo. Recuerdo que su rostro se iluminaba al verme llegar y yo le correspondía con una sonrisa al tiempo que mesaba sus cabellos a modo de saludo. Una vez… lloró en mis brazos.

Yo iba a casa de Karen a darle clases de música: era mi alumna. Tenía una hermana llamada Cristina; era alumna mía también. Ambas tomaban la clase por separado. Cristina tenía dieciséis años y era bastante atractiva: blanca, delgada, los cabellos negros, de facciones regulares, tenía una figura provocativa. Me gustaba (me gustaba mucho). De hecho, alguna vez la invité a salir (sin éxito). Con todo, más adelante, terminaría sintiéndome mayormente atraído por la hermana menor: Karen era… una encantadora criatura.

¿Que, qué tienen de especial las niñas?... Alguien escribió una vez, que son de azúcar y canela… Sí, por cierto: las niñas son de «azúcar y canela»…

¡Vaya! lo olvidaba: la misma Cristina, en una ocasión en que estábamos solos, me dijo: «¿Sabías que le gustas a mi hermanita?» Me encogí de hombros, ella nunca llegaría a saber lo que yo sentía por Karen.


… ¿Recuerdas, Karen, aquella vez que me pediste un beso? —Cristina estaba presente, y también estaban sus amigas—. «¡Anda, Karen…, que atrevida!» (Las escuchamos decir). Me acerqué a ti y besé tu mejilla: tú te ruborizaste y sonreíste; luego (a solas), habría de volverme mucho más osado…

Y, ¿recuerdas aquella otra ocasión en la que me obsequiaste una hoja seca?... En ella habías escrito unas palabras, antes seguramente, de que la hoja se secara y se volviera, por consiguiente, quebradiza. Era una frase cariñosa… Guardé esa hoja… hasta que se convirtió en polvo…

 

* * *

Es dulce amar a una niña, pero también es doloroso: es asirse a un amor sin esperanza. Y, sin embargo… ¿cómo no amar la juventud y la risa, la inconsciencia y la dicha?...

Karen era hermosa, creo que no he destacado eso lo suficiente:… morena pálida, negros los cabellos como los de la hermana, con un cerquillo sobre la frente; negros también los ojos y brillantes, líquidos…; la naricilla respingada, los labios suavemente curvados, los dientes blancos… Al sonreír, se le hacían hoyuelos en las mejillas… Era, en verdad, una deliciosa chiquilla…

En general, considero que casi todas las niñas son encantadoras; o al menos a mí, así me lo parecen. Por otra parte, yo agrado a las niñas: les cuento historias fantásticas, les hago dibujos, las abrazo, las beso, les enseño canciones chistosas… En suma, las hago sentirse adoradas y las divierto. He mimado y acariciado a muchas de mis pequeñas amigas antes que a Karen. Y, seguramente, mimaré y acariciaré a muchas otras después de ella. Pese a todo, esta es la primera vez que me animo a contar por escrito la historia de una de mis amigas… ¿Que, por qué lo hago? bueno, esta historia tuvo un final triste… Pero no nos adelantemos… ¿Que si no he estado enamorado de alguna mujer?... ¡Vaya!... no voy a hablar de ello ahora…, prefiero hablar de Karen… ¡son tan bonitas las niñas!...

¿Llegó Karen a saber que me gustaba?... ¡Que si no!... En este momento, mi memoria viaja hasta una fotografía que guardo oculta en una carpeta en compañía de muchas otras. La tenía encima del piano, hasta que decidí ocultarla. (Después de todo, es más seguro: nunca se sabe). La tomé yo mismo, hace unos meses. Se trata de otra de mis alumnas: la pequeña Ana María (tiene ocho años). Toma clases en mi modesto departamento. Su madre me tiene mucha confianza. Es una criatura bastante agradable…

Un día, no hace poco, mientras tomábamos un pequeño descanso, y yo aprovechaba para sentarla en mi regazo, le dije al tiempo que acariciaba su rostro: «¿Sabes, Ana María, que eres la más bonita de mis alumnas?...» «¿Por qué lo dice maestro?...» «Porque es cierto.» «Cuente una historia…» «¿Y la lección?...» «Oh, la lección después…»



* * *

Karen no me hablaba de usted: «Cuéntame un cuento», me decía. «Humm…, en cuanto termine la clase, lo cuento…; mejor vamos a tocar esa pieza de Bach… ¿ya te aprendiste el minué?…»


¡Ah, Karen!..., ¡y pensar que no volveré a verte!... Recuerdo que una vez llegué a tu casa. Tu madre me dijo que te iba a tener que suspender la clase: te habían invitado a una fiesta. Ella había tratado en vano de localizarme por teléfono para cancelar la visita. «En cualquier caso, hable con ella», me dijo y desapareció. En ese momento llegaste tú, bajando las escaleras, traías un vestido blanco y zapatos del mismo color, llevabas los cabellos recogidos en un moño. Me saludaste y sonreíste, evidentemente satisfecha, de que te viera tan bien compuesta y arreglada. Yo no lo pude evitar y te cogí por la cintura alzándote en vilo para besarte:… ¡tan hermosa estabas!... Te deposité en el suelo, sintiendo tu talle deslizarse bajo mis manos: estas rozaron tu pecho, ¡ah, Karen!...


* * *

Luego, todo habría de acabarse. Podría, naturalmente, seguir consignando en estas páginas mis melancólicos recuerdos; pero… ¿para qué seguir?...

Ocurrió una tarde, en que como de costumbre, estábamos juntos. Aunque, en realidad, yo debía de haberlo previsto desde mucho tiempo atrás.


… Desde aquella ocasión, en que al intentar acariciarte como siempre lo hacía, me rechazaste bruscamente. «Déjame en paz, ¿por qué siempre me estás acariciando?», tales fueron las palabras que me dijiste. Nunca me había sentido tan lastimado. Transcurrieron algunas semanas, ya ni tú ni yo nos sentíamos cómodos en presencia uno del otro. Un día me dijiste que ya no deseabas verme, querías que cesaran las clases. Yo no pude decir nada. Hablé con tu madre al respecto, le dije que ya estabas aburrida de tomar las lecciones; por otra parte, hacía tiempo que tu hermana las había abandonado y a mí me reclamaban ciertos quehaceres. Eso fue lo que le dije. Ya nunca más, a partir de ese momento, volvería a verte. Tiempo después, habría de encontrarme con Cristina en la calle. Se acercó a mí, como era habitual en ella: burlona, provocativa… Me dijo al verme: «¿Se puede saber qué le hiciste a mi hermanita?» «¿Qué quieres decir?», le dije yo. «Mi hermana no cesa de hablar de ti, está enamorada, muere por ti» «¡Qué absurdo!», contesté. «Ella me pidió que no regresara a tu casa». «Lo sé», me respondió Cristina. «Mi hermanita no desea verte nunca más. Dice que tú eres un hombre muy viejo y que no se pueden casar… y, siendo así, ella prefiere no verte más…»


A Cristina no volvería tampoco a verla; tales fueron sus palabras… Afuera, la lluvia continúa cayendo… Sé que esta noche no voy a dormir.


__________
Imagen: archivo del autor.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Seguidores