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jueves, 28 de enero de 2010

«Omertà, onuri e sangu»


Ocurrió en Sicilia


DOS mujeres enlutadas, llorosas, suben al carro que transporta el cadáver del ahorcado. Un hombre moreno —posiblemente un gitano— con un poblado bigote y una larga pipa de madera en los labios. Sentado en el pescante, en medio de las dos mujeres, hace chasquear el látigo. Y el caballo, un magnífico animal de tiro color negro azabache, emprende la marcha. Las puertas de la penitenciaría se cierran tras ellos, resguardadas por dos carabineros. El camino está malo. Las calles están sin pavimentar. Salpicadas, aquí y allá, de piedras y de basura. Cuando el carro abandona la ciudad para llegar al campo, el camino está peor aún: hay baches por doquier. Pese a ello, el cochero azuza al caballo como si quisiera llegar cuanto antes a su destino y deshacerse de la infortunada carga. Las mujeres gimen y hunden la cabeza entre las manos: son la madre y la hermana del difunto. No tienen ningún parentesco con el hombre que conduce, lo han contratado. El padre y el hermano del muerto llevan varias semanas desaparecidos. No evaden la acción de la justicia. Ésta, por su parte, no tendría nada que cargarles. Madre e hija infieren, equivocadamente, que andan huyendo.


En lo alto de una colina marchan dos hombres sudorosos y llenos de polvo. Uno de ellos bien querría escapar, pero es imposible. Camina maniatado y va descalzo, los tobillos sujetos por un grueso cordón de cáñamo. A su espalda, un viejo como de sesenta años, pero vigoroso y fuerte aún, camina apuntándole con una escopeta. Estuvo presente en la ejecución de la mañana, disfrazado de pordiosero. Esperando un indulto que nunca llegó. Su prisionero estuvo, por otro lado, encerrado días y días encadenado en un pozo de tierra.

Caminan cuesta arriba sin parar un momento. El hombre descalzo va dejando huellas de sangre en el camino. Al fin llegan a un macizo rocoso en donde aparece la entrada a una cueva.

—Arrodíllate —dice el viejo.

—Perdóneme, padre —musita el prisionero.

—No hay perdón para los traidores —responde el anciano, quien allá en su juventud se dedicara a la extorsión y al robo—, vendiste a tu hermano por una hembra.

—Perdóneme, padre —suplica el hijo, una vez más.

El viejo le da un culatazo y el prisionero cae de rodillas. Le apunta...


En el sendero, bordeado de naranjos, olivos y campos de trigo; proveniente de una de las colinas, se escucha una detonación. Por un momento, el gitano piensa que ha estallado una de las ruedas; madre e hija se agarran instintivamente al asiento. Pero el caballo prosigue su marcha sin novedad.

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Imagen reeditada y retocada por el autor de este blog. Tomada de la red.


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